En tiempos de la antigua Roma, cada ciudad dentro del
Imperio tenía su curia (una especie de senado local). Los temas que se
trataban en ella eran, por supuesto, los que implicaban a la urbe en cuestión,
pero los debates más apasionados eran los que versaban sobre los asuntos que
envolvían a la capital del Imperio. Aunque el foco estuviese a miles de
kilómetros, y los debates en una pequeña ciudad de provincias no trascendiesen
más allá, los bandos que se generaban recreaban igualmente a los formados en La
Ciudad Eterna.
Hoy en día, dos mil años después, las costumbres no han
variado mucho. Podemos ver a consejos municipales o parlamentos autonómicos
tratar asuntos de índole nacional, defendiendo cada partido las ideas de su
líder supremo. Por mucho que nos pese, y aunque nos hartemos de repetir el
mantra “España no es (sólo) Madrid”, lo acaecido en la Capital tiene
repercusiones inimaginables. Así nos hemos visto, de la noche a la mañana, en
medio de un terremoto político que ha dejado (quién lo iba a decir) una
vicepresidencia del gobierno de la nación vacía y ha iniciado una nueva carrera
electoral por ver quién se sienta en la Real Casa de Correos de la Puerta del
Sol.
Todo empezó hace unos días, con una moción de censura en la
Región de Murcia. Los acólitos de Inés Arrimadas dijeron estar
hartos de la corrupción del Partido Popular (parece que no se habían dado
cuenta antes de la naturaleza de sus socios de gobierno) y se aliaron con el
archienemigo socialista. A este asalto le siguió otro similar en Castilla y
León. Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de
Madrid, hizo suyo, entonces, el refrán de “cuando las barbas de tu vecino veas
cortar, pon las tuyas a remojar”. Ni corta ni perezosa, cesó a todos los
consejeros naranjas y disolvió la Asamblea de Madrid.
El golpe en Murcia se ha saldado con tres tránsfugas, que
serían más de Albert Rivera que de Inés Arrimadas (me hace mucha
gracia que los partidos se apresuran a firmar pactos antitransfuguistas, pero
luego no tienen tanta prisa en cumplirlos), y el de Castilla y León tampoco
parece que vaya a avanzar mucho más. Donde sí que se va a producir un cambio es
en la capital de España, donde la joya del gobierno de la Comunidad volverá a
estar al alcance de cualquiera que tenga la osadía de optar por él. Y, cuando
de osadía se trata, Pablo Iglesias va sobrado. Cualquiera diría
que, con todo lo que le costó llegar a la vicepresidencia, ahora vaya a
renunciar a ella por un simple parlamento autonómico. Pero no nos engañemos, a
Pablo le va el barro. Él se encuentra cómodo en la arena, peleando con uñas,
dientes y una afilada lengua capaz de herir al más irrebatible. Además, la
lucha por Madrid le da el aura de gran salvador que él cree que es el único
capaz de encarnar.
Pablo Iglesias pretende aunar a toda la izquierda en un gran
pacto contra la derecha. Habrá que ver si está igualmente proclive a ese pacto,
tras las elecciones, si no es él quien encabece la coalición. De momento, Pedro
Sánchez se quita una preocupación de la cabeza, esa mosca cojonera que
le minaba la autoridad en cada Consejo de Ministros. Pero el presidente debería
agarrarse, porque vienen curvas. Si sigue la recomendación (y quien dice
recomendación dice condiciones del pacto de gobierno) de Iglesias, la ministra
de trabajo, Yolanda Díaz, será aupada al puesto que desaloja el
líder podemita. Díaz ha demostrado, desde su ministerio, que es una persona muy
capaz y defensora de los verdaderos ideales de la izquierda. Por ello, este
cambio de cromos podría traer más ventajas que desventajas al país.
Lo que está claro es que Pablo Iglesias se juega, a una sola carta, su futuro político. Podría arrastrar al electorado de izquierdas a las urnas y ser el mesías que arrebate el poder a la derecha, pero también podría pegarse el tortazo y tener que volverse a su casa de Galapagar (la verdad es que hay sitios peores a los que volverse). Quizá sea éste el inicio del ocaso de una estrella, pero el comienzo del amanecer de otra.
Imperator Caesar
Cerverius
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