miércoles, 24 de febrero de 2016

TOUR DE FRANCIA. DEPORTE Y MEMORIA EN LOS SIGLOS XX Y XXI



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Si pensamos en la historia de Francia del siglo XX nos vendrán rápidamente a la memoria sus características leyes anticlericales; las guerras mundiales como participación militar y en las retaguardias; los años veinte con los cafés y cabarets parisinos; Charles de Gaulle; la Nouvelle vague y el estallido político y social de mayo de 1968; la vanguardia artística de los años setenta y tal vez sus vaivenes políticos durante los distintos gobiernos, desde Charles de Gaulle a François Hollande.
Así pues, la forja de la identidad francesa parece provenir del plano político y social a través de erigirse como paradigma del republicanismo, de la verdadera separación entre Iglesia y Estado y cómo no, mediante el recuerdo permanente y de las huellas y cicatrices que dejaron las guerras mundiales reflejado en los monolitos, cementerios, placas, memoriales, insignias y estatuas que jalonan cada rincón del país, cada ciudad y cada pueblo por minúsculo que sea. Pero el siglo XX es también el siglo del deporte. Desde ese deporte romántico, amateur y pionero hasta el ultra profesionalizado y mercantilizado de la actualidad. Y del mismo modo que decir deporte en Gran Bretaña o España es decir fútbol, en Francia es hablar ciclismo. Es hablar del Tour de Francia.
Creado en 1903 por Henri Desgrange, director del diario deportivo L’Auto, el Tour de Francia fue la primera carrera por etapas del ciclismo –antes ya se disputaban pruebas como la París-Brest-París (1891) o la Lieja-Bastogne-Lieja, que todavía se organiza en la actualidad en categoría profesional y cuya primera edición se celebró en 1892. Pero la verdadera importancia del Tour fue que permitió presentar a Francia como un país organizado y audaz por embarcarse en una empresa absolutamente desconocida y cuyos efectos no se podían calibrar. Los primeros ganadores de la carrera fueron ascendidos a los altares de la sociedad, venerados como héroes. Cabe señalar que en las primeras ediciones los corredores tenían prohibido el avituallamiento, recorrían en solitario carreteras adoquinadas durante más de 400 kilómetros llevando anudado en su cuerpo un neumático de repuesto –en el mejor de los casos-, otros no gozaban de tal equipamiento-. Así pues, no es de extrañar que las clasificaciones fueran caóticas y se manifestara el ingenio humano a la hora de hacer trampas como las de algunos corredores que se subían a los trenes para recorrer los trayectos de la carrera.
Visto tal despropósito el Tour estaba en una encrucijada. O desaparecía o reafirmaba su identidad. Y optó por esto último forjando su propia leyenda al añadir puertos y pasos de montaña a su recorrido. En 1905 llegaron los Vosgos. Cinco años después se subieron los Pirineos mediante una mentira telegrafiada. Los ciclistas eran ya semidioses. Los pueblos y ciudades de toda Francia se engalanaban al paso de la carrera. Y para añadir más ingredientes, ganadores del Tour como Lucien Petit Breton o François Faber fallecieron en el transcurso de la Iª Guerra Mundial. Los años posteriores, primero a través de la difusión por radio y posteriormente por televisión a partir de 1952, el Tour de Francia se convirtió no solo en un icono del deporte sino en un verdadero Patrimonio Nacional francés. Debido al paso de la carrera se mejoraron vías de comunicación, carreteras y caminos, se asfaltaron pasos de montaña, se levantaron tendidos eléctricos. Se construyeron recintos deportivos como velódromos y estaciones de esquí que celebrarían los finales de etapa de montaña. Francia  quería borrar sus huellas de la IIª Guerra Mundial y mostrarse al mundo como un país moderno y dinámico, recuperado de tal dramático suceso. Y la contribución del Tour resultó bastante importante.
La carrera era un auténtico acontecimiento social y permitía –y lo sigue haciendo- mostrar todo el rico patrimonio cultural y natural del país.  Solo así se entiende que se llegaran a reunir más de 800.000 personas en una etapa de montaña en los años sesenta; que se silbara y abucheara al primer pentacampeón francés Jacques Anquetil y que se alabara a su máximo rival, el desafortunado Raymond Poulidor, creando una enemistad que trascendió más allá de lo deportivo. Además, ese carácter francés revolucionario contra lo tiránico se manifestaría en 1975 cuando un espectador, harto del dominio de Eddy Merckx en el Tour le propinó un puñetazo en el costado durante la subida al Puy de Dôme. Pero todo acabó bien. Esa edición la ganó un francés. Y en los años ochenta la hegemonía gala aún se mantendría hasta 1985. Desde entonces ningún corredor de dicha nacionalidad ha vuelto a vencer en la carrera, ejerciendo una presión asfixiante sobre cada joven promesa y viendo cómo se producía durante los años noventa y en el siglo XXI una mayor internacionalización del Tour a través del mercado anglosajón y sufriendo –o tolerando tácitamente- el uso y abuso del dopaje.
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El Tour es un reflejo de los recuerdos y la memoria de la historia del siglo XX de Francia. Así se explica que la edición del año 2003 se iniciara en París como la primera; que en 2005 se pasaran los Vosgos como un siglo antes; que en el Tour del año 2010 se festejara el centenario de la subida al Tourmalet en los Pirineos o que en 2014 la carrera hiciera un homenaje a la Iª guerra mundial, pasando por ciudades tan significativas de la contienda como la belga Ypres o por los antiguos frentes de las batallas de Verdún y del Somme así como por los memoriales de la guerra. Pero también se rememorará a la IIª guerra mundial, ya que en la edición de este año la primera etapa finalizará en uno de los escenarios bélicos más conocidos del siglo XX, la playa Utah del desembarco de Normandía.

                                                                                                                                                       -Olof.



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