El mundo tiene nuevo líder. Joseph Robinette Biden Jr. (Scranton, Pensilvania, 1942) será, desde el próximo 20 de enero, el 46º presidente de los Estados Unidos de América. El que fuera senador por Delaware durante media vida, y vicepresidente con Barack Obama, ha superado unas primarias demócratas, una campaña con acusaciones de tocamientos inapropiados (con denuncia por acoso sexual incluida) y unas elecciones contra el, probablemente, peor presidente que haya conocido la nación de las barras y estrellas. Y es que, aunque una de las anécdotas que se puedan atribuir a Donald Trump es que pasará a la historia como el primer presidente, desde 1980, que no inicia una guerra en su primer mandato, esta característica no concuerda, precisamente, con su carácter.
De palabras gruesas y anuncios sensacionalistas están
repletos los cuatro años de Presidencia de Trump. Llegó al poder tras vencer a Hillary
Clinton en unas elecciones en las que ella obtuvo mayor voto popular (el
complejo sistema americano dio el triunfo al empresario). Una de sus primeras
promesas fue construir un muro, en la frontera con México, que sería sufragado
por el país vecino. Inició una guerra comercial (parece que ésta no cuenta para
las encuestas) con China. Superó un impeachment (proceso para
destituirle). Su gestión del coronavirus ha sido para llorar, comenzando con un
negacionismo recalcitrante y continuando con propuestas para inyectar lejía a
la población. Su administración ha flexibilizado las restricciones
medioambientales, desandando todo el camino recorrido por el gobierno de Obama.
Además, su relación con la prensa ha sido nefasta, encarándose con los
periodistas de forma continua. Por último, en los meses previos a las
elecciones, se dedicó a alimentar el debate de un posible fraude por correo,
para constatar, tras su derrota, que la votación había sido robada.
Pero no nos engañemos. Donald Trump ha tenido, y sigue
teniendo, un gran apoyo popular en la América “profunda”. Muchos de sus
votantes se han creído las acusaciones de fraude electoral y, algunos de ellos,
se vieron alentados a asaltar el Capitolio, en Washington DC, e impedir que una
sesión conjunta del Senado y la Cámara de Representantes ratificase el
resultado de las elecciones. Trump fue excesivamente tibio a la hora de
condenar los hechos, dedicándoles palabras de apoyo a los manifestantes y
alargando, más si cabe, el incidente que dejó cuatro personas muertas. La
absoluta falta de responsabilidad institucional debería haber inhabilitado a
esa persona para que siguiera en el cargo ni un minuto más.
Con Joe Biden, se abre un nuevo periodo de esperanza para la
política estadounidense (y también mundial). El control de la Presidencia, del
Senado y del Congreso le permitirá sacar adelante iniciativas demócratas y
traer un poco de luz al oscurecido panorama americano. Pero no debemos ser
ingenuos. Las medidas sociales del otro lado del charco están muy lejos de cómo
las entendemos en Europa. Seguramente, el contraste con su antecesor será
abismal, pero ya hemos visto, como con la administración Obama, que la Presidencia
no es un cheque en blanco y los cambios son lentos y tortuosos. El mismo Obama
ganó el premio Nobel de la Paz, por la esperanza que insuflaba en la política
de todo el globo terráqueo, pero acabó siendo una decepción al no poder sacar
adelante todo lo que se esperaba de su gobierno.
Biden fue uno de los senadores más jóvenes cuando accedió al cargo, pero llega a la Presidencia como la persona más anciana en ocupar el puesto. En el falso documental de Netflix Death to 2020 (2020) se puede ver cómo se mofan de esta situación, simulando que Biden es un excombatiente de la guerra civil americana, con más de 200 años. Aunque en realidad tenga 78, veremos en los próximos meses si este anciano es capaz de verter un poco de luz en el oscurecido territorio norteamericano o si, por contra, es otra decepción y hay que poner los ojos en el futuro y en su vicepresidenta, Kamala Harris.
Imperator Caesar
Cerverius
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