Donald Trump es Presidente de los Estados Unidos. La frase y el hecho ocurrido asustan porque parecía improbable que venciera a sus rivales republicanos en la disputa final hacia la presidencia y que lograra la victoria ante Hillary Clinton. Trump no solo ha derrotado una mujer preparada, supuestamente más capacitada para el cargo por su experiencia como Secretaria de Estado para el bluf que ha supuesto el Gobierno de Barack Obama; sino que además se ha llevado por delante al Partido Republicano –que le fue retirando algunos apoyos según fue avanzando la campaña electoral- y al Partido Demócrata, descabezando a su lideresa a la que ha jubilado a una edad avanzada como para que Clinton pueda postularse a una futura reelección dentro de cuatro años pero aún joven para no desempeñar ningún cargo relevante en la política americana.
Algunos factores que revelan la victoria de Trump tienen un carácter de negación o de rechazo, algo parecido a la definición clásica del fascismo establecida por los historiadores. Trump es un outsider político como lo fue Hitler en la República de Weimar hasta su nombramiento como canciller en 1933. Su victoria se ha cimentado en las zonas rurales y en ciudades de tamaño pequeño y medio con el voto blanco obrero –e incluso con cierto nivel de estudios-. Pero sociológicamente es más interesante analizar el por qué de su triunfo y es que la imagen creada por Trump representa el sueño norteamericano del hombre hecho a sí mismo. Aunque el hecho real de cómo ha conseguido su fortuna dista mucho de lo que él presenta puesto que nació en una familia de clase alta con todas las facilidades y comodidades a su alcance y a lo largo de su carrera como promotor inmobiliario en el barrio de Manhattan se arruinó varias veces. La más grave tuvo lugar alrededor de unos quince años cuando se descubrió un agujero en las cuentas de sus empresas por un valor superior a 3.000 millones de dólares. Pero los bancos estadounidenses decidieron que era demasiado poderoso para dejarlo caer, así que negociaron una quita que Trump aprovechó para vender su apellido. Los edificios con su nombre que hay en lugares como Panamá o Filipinas no son suyos, sino que él cobra unos derechos de imagen para que se bautice a esas edificaciones con el consabido “Trump Tower”. Además, consiguió relanzar su imagen mediante el reality “El aprendiz” que supuso su plataforma de lanzamiento para la carrera política.
Algunos analistas políticos no han llegado a comprender que la poca preparación política de Trump era justo un factor a su favor. Recordemos a Ronald Reagan -de actor a Presidente de Estados Unidos-, Schwarzenegger como Gobernador de California o el enfrentamiento entre Bush y Al Gore en el año 2000. Ahí se demostró que la experiencia no es un factor clave y que potenciales votantes norteamericanos ven como algo extraño y alejado de sus intereses a una persona con formación académica. Lo que han pretendido aupando a Trump a la presidencia es recuperar –según su visión del mundo- su papel hegemónico a nivel económico, productivo y militar mezclado con enormes dosis de un nacionalismo y populismo. Buscaban romper el sistema político –algo que representaba Clinton- tal y como lo conocían. Y han dado el primer paso.
Otro hecho importante ha sido la tremenda incapacidad de los politólogos para caer en la cuenta de que tras la crisis económica en 2007 originada en Estados Unidos y extendida a nivel mundial en el 2008, el populismo de extrema derecha encontró una rendija –junto a la incapacidad de la moribunda socialdemocracia y de los distintos Estados para proponer soluciones eficientes y protectoras a todas las clases sociales- para crear una segunda ola y extender sus tentáculos con un discurso marcado por el nacionalismo excluyente, la xenofobia y la homofobia. Austria con el FPÖ;, los países escandinavos, especialmente Dinamarca; Grecia con el partido neonazi Amanecer Dorado; Francia con el Frente Nacional de Marine Le Pen; Polonia; Hungría con el Gobierno de Orban; Gran Bretaña con el UKIP y el Brexit y ahora Estados Unidos. Corren malos tiempos para esos adivinadores de baratillo que pululan por las televisiones y que se hacen llamar politólogos. Esos que decían que Gran Bretaña no saldría de la Unión Europea. Y para las encuestas y los datos extraídos de ellas puesto que se ha puesto de relieve que lo que la intención de voto no está teniendo correlación con los resultados finales.
Hay que reflexionar también sobre la visión de Europa: Estados Unidos es Nueva York, California y posiblemente Boston pero los analistas parecen desconocer la verdadera dimensión y profundidad del país. Ahora todos se llevan las manos a la cabeza. Pero los indicios estaban ahí: población descontenta, imagen del hombre hecho a sí mismo con ínfulas de mesianismo que iba a destruir la vieja política. Populismo de masas. Existen unas imágenes de Trump atizando de forma fingida a un empresario en un combate de Wrestling. En Europa, ningún gran empresario se prestaría a tal cosa. En Estados Unidos, han nombrado a ese hombre como presidente. Muchas veces se acusa a los propios estadounidenses de ver el mundo a través de su propio prisma nacionalista. Tal vez va siendo hora de asumir que la política y la sociedad de Estados Unidos no pueden analizarse desde un eurocentrismo.
Su victoria, como he dicho, es la suma de fracasos. Y existe uno que no se debe obviar. Estos ocho años de Barack Obama han sido un paréntesis relativo entre los Gobiernos de Bush y Trump. Relativo porque la sensación que queda es la de alguien cuya principal cualidad ha sido su fotogenia que ha fracasado en los escenarios internacionales (las guerras en Afganistán y en Iraq continúan su curso, la Primavera Árabe ha contribuido a la desestabilización de importantes piezas en el tablero geoestratégico mundial (Libia, Túnez, Egipto y la sangrienta guerra en Siria); y en política interna ha chocado una y otra vez con la resistencia republicana a cargo de una sanidad pública en todo el país, el control de armas y su tibieza a la hora de poner medidas contra la excesiva violencia policial contra ciudadanos de raza negra.
Se hace patente que vivimos años muy convulsos a nivel político, económico y social. La maquinaria del fascismo de cara amable no se va a detener y se hace cada vez más urgente un renacer de las políticas socialdemócratas que consolidaron los Estados de Bienestar para frenar este hecho ascendente. En Estados Unidos –al que se le ha dado muy fácilmente el título de garante del mundo libre- gobierna ahora un personaje peligroso cuya medida estrella era –o es, nadie sabe si hay algo productivo bajo ese tupé- la construcción de un muro que los separe de Méjico. Peligroso porque no su proyecto no tiene apenas ningún matiz constructivo y sólo cuenta con el apoyo de Vladimir Putin.
Se desconoce con certeza si pondrá en marcha alguna de sus medidas –la construcción de ese infame muro, más derechos a portar armas, expulsión de inmigrantes en situación irregular, prohibición del derecho al aborto, menos protección social, recortes impositivos a las clases altas, salida de Estados Unidos de la OTAN y que Europa pague una cantidad justa por su defensa-. Y eso es lo que preocupa al mundo.
La victoria de Trump deja muchos cadáveres políticos: Obama, Clinton –quien también tenía sus numerosos trapos sucios: Bengasi o la discusión sobre si era conveniente mandar un dron que acabara con el fundador de WikiLeaks, Julian Assange, como se puede ver en este enlace aquí http://truepundit.com/under-intense-pressure-to-silence-wikileaks-secretary-of-state-hillary-clinton-proposed-drone-strike-on-julian-assange/; y los Partidos Demócrata y Republicano provocando al mismo tiempo una profunda brecha social en su país mezclada con miedo e incertidumbre a nivel estadounidense y más allá de sus fronteras.
Sólo ha ganado el ego de Donald Trump.