jueves, 10 de noviembre de 2016

DONALD J. TRUMP. LA VICTORIA QUE NADIE QUISO VER

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Donald Trump es Presidente de los Estados Unidos. La frase y el hecho ocurrido asustan porque parecía improbable que venciera a sus rivales republicanos en la disputa final hacia la presidencia y que lograra la victoria ante Hillary Clinton. Trump no solo ha derrotado una mujer preparada, supuestamente más capacitada para el cargo por su experiencia como Secretaria de Estado para el bluf que ha supuesto el Gobierno de Barack Obama; sino que además se ha llevado por delante al Partido Republicano –que le fue retirando algunos apoyos según fue avanzando la campaña electoral- y al Partido Demócrata, descabezando a su lideresa a la que ha jubilado a una edad avanzada como para que Clinton pueda postularse a una futura reelección dentro de cuatro años pero aún joven para no desempeñar ningún cargo relevante en la política americana.
Algunos factores que revelan la victoria de Trump tienen un carácter de negación o de rechazo, algo parecido a la definición clásica del fascismo establecida por los historiadores. Trump es un outsider político como lo fue Hitler en la República de Weimar hasta su nombramiento como canciller en 1933. Su victoria se ha cimentado en las zonas rurales y en ciudades de tamaño pequeño y medio con el voto blanco obrero –e incluso con cierto nivel de estudios-. Pero sociológicamente es más interesante analizar el por qué de su triunfo y es que la imagen creada por Trump representa el sueño norteamericano del hombre hecho a sí mismo. Aunque el hecho real de cómo ha conseguido su fortuna dista mucho de lo que él presenta puesto que nació en una familia de clase alta con todas las facilidades y comodidades a su alcance y a lo largo de su carrera como promotor inmobiliario en el barrio de Manhattan se arruinó varias veces. La más grave tuvo lugar alrededor de unos quince años cuando se descubrió un agujero en las cuentas de sus empresas por un valor superior a 3.000 millones de dólares. Pero los bancos estadounidenses decidieron que era demasiado poderoso para dejarlo caer, así que negociaron una quita que Trump aprovechó para vender su apellido. Los edificios con su nombre que hay en lugares como Panamá o Filipinas no son suyos, sino que él cobra unos derechos de imagen para que se bautice a esas edificaciones con el consabido “Trump Tower”. Además, consiguió relanzar su imagen mediante el reality “El aprendiz” que supuso su plataforma de lanzamiento para la carrera política.
Algunos analistas políticos no han llegado a comprender que la poca preparación política de Trump era justo un factor a su favor. Recordemos a Ronald Reagan -de actor a Presidente de Estados Unidos-, Schwarzenegger como Gobernador de California o el enfrentamiento entre Bush y Al Gore en el año 2000. Ahí se demostró que la experiencia no es un factor clave y que potenciales votantes norteamericanos ven como algo extraño y alejado de sus intereses a una persona con formación académica. Lo que han pretendido aupando a Trump a la presidencia es recuperar –según su visión del mundo- su papel hegemónico a nivel económico, productivo y militar mezclado con enormes dosis de un nacionalismo y populismo. Buscaban romper el sistema político –algo que representaba Clinton- tal y como lo conocían. Y han dado el primer paso.
Otro hecho importante ha sido la tremenda incapacidad de los politólogos para caer en la cuenta de que tras la crisis económica en 2007 originada en Estados Unidos y extendida a nivel mundial en el 2008, el populismo de extrema derecha encontró una rendija –junto a la incapacidad de la moribunda socialdemocracia y de los distintos Estados para proponer soluciones eficientes y protectoras a todas las clases sociales- para crear una segunda ola y extender sus tentáculos con un discurso marcado por el nacionalismo  excluyente, la xenofobia y la homofobia. Austria con el FPÖ;, los países escandinavos, especialmente Dinamarca; Grecia con el partido neonazi Amanecer Dorado; Francia con el Frente Nacional de Marine Le Pen; Polonia; Hungría con el Gobierno de Orban; Gran Bretaña con el UKIP y el Brexit y ahora Estados Unidos. Corren malos tiempos para esos adivinadores de baratillo que pululan por las televisiones y que se hacen llamar politólogos. Esos que decían que Gran Bretaña no saldría de la Unión Europea. Y para las encuestas y los datos extraídos de ellas puesto que se ha puesto de relieve que lo que la intención de voto no está teniendo correlación con los resultados finales.
Hay que reflexionar también sobre la visión de Europa: Estados Unidos es Nueva York, California y posiblemente Boston pero los analistas parecen desconocer la verdadera dimensión y profundidad del país. Ahora todos se llevan las manos a la cabeza. Pero los indicios estaban ahí: población descontenta, imagen del hombre hecho a sí mismo con ínfulas de mesianismo que iba a destruir la vieja política. Populismo de masas. Existen unas imágenes de Trump atizando de forma fingida a un empresario en un combate de Wrestling. En Europa, ningún gran empresario se prestaría a tal cosa. En Estados Unidos, han nombrado a ese hombre como presidente. Muchas veces se acusa a los propios estadounidenses de ver el mundo a través de su propio prisma nacionalista. Tal vez va siendo hora de asumir que la política y la sociedad de Estados Unidos no pueden analizarse desde un eurocentrismo.
Votos Republicanos vs Demócratas


Su victoria, como he dicho, es la suma de fracasos. Y existe uno que no se debe obviar. Estos ocho años de Barack Obama han sido un paréntesis relativo entre los Gobiernos de Bush y Trump. Relativo porque la sensación que queda es la de alguien cuya principal cualidad ha sido su fotogenia que ha fracasado en los escenarios internacionales (las guerras en Afganistán y en Iraq continúan su curso, la Primavera Árabe ha contribuido a la desestabilización de importantes piezas en el tablero geoestratégico mundial (Libia, Túnez, Egipto y la sangrienta guerra en Siria); y en política interna ha chocado una y otra vez con la resistencia republicana a cargo de una sanidad pública en todo el país, el control de armas y su tibieza a la hora de poner medidas contra la excesiva violencia policial contra ciudadanos de raza negra.
Se hace patente que vivimos años muy convulsos a nivel político, económico y social. La maquinaria del fascismo de cara amable no se va a detener y se hace cada vez más urgente un renacer de las políticas socialdemócratas que consolidaron los Estados de Bienestar para frenar este hecho ascendente. En Estados Unidos –al que se le ha dado muy fácilmente el título de garante del mundo libre- gobierna ahora un personaje peligroso cuya medida estrella era –o es, nadie sabe si hay algo productivo bajo ese tupé- la construcción de un muro que los separe de Méjico. Peligroso porque no su proyecto no tiene apenas ningún matiz constructivo y sólo cuenta con el apoyo de Vladimir Putin.
Se desconoce con certeza si pondrá en marcha alguna de sus medidas –la construcción de ese infame muro, más derechos a portar armas, expulsión de inmigrantes en situación irregular, prohibición del derecho al aborto, menos protección social, recortes impositivos a las clases altas, salida de Estados Unidos de la OTAN y que Europa pague una cantidad justa por su defensa-. Y eso es lo que preocupa al mundo.
La victoria de Trump deja muchos cadáveres políticos: Obama, Clinton –quien también tenía sus numerosos trapos sucios: Bengasi o la discusión sobre si era conveniente mandar un dron que acabara con el fundador de WikiLeaks, Julian Assange, como se puede ver en este enlace aquí  http://truepundit.com/under-intense-pressure-to-silence-wikileaks-secretary-of-state-hillary-clinton-proposed-drone-strike-on-julian-assange/; y los Partidos Demócrata y Republicano provocando al mismo tiempo una profunda brecha social en su país mezclada con miedo e incertidumbre a nivel estadounidense y más allá de sus fronteras.
Sólo ha ganado el ego de Donald Trump.

martes, 1 de noviembre de 2016

GERARD PIQUÉ. UNA DE LAS DOS ESPAÑAS HA DE HELARTE EL CORAZÓN.




En una conversación mantenida hace poco más de un año, hablando de todo y nada, una de las personas comenzó a hablar de fútbol, en concreto de la selección española. Su idea central era que Vicente del Bosque –seleccionador en aquel caluroso verano del 2015- era un “independentista y antiespañol por haber convocado a catalanes como Xavi Hernández, Víctor Valdés, o Piqué”. Llegó incluso a citar a Andrés Iniesta como un catalán más y por lo tanto, a sus ojos era un independentista que no podía jugar en la selección española.
La idea no se sostiene si se aplican argumentos coherentes, pero denota unas visiones sobre el deporte y la política que han ido creciendo en los últimos tiempos. En primer lugar, ser catalán va aparejado a resultar sospechoso de independentista e incluso la ambigüedad no resulta válida. Nos movemos en términos absolutos donde solo vale lo blanco o lo negro. Y consecuentemente esto conlleva a la formación de bandos ideológicos donde las posturas de aproximación resultan inexistentes. Esto es lo que ocurre con el problema del nacionalismo catalán, al que se intenta combatir con más cargas de nacionalismo español. En segundo lugar, estas visiones sobre la compleja realidad de nuestro país han traspasado el ámbito de lo social y lo político para llegar al deporte, cuya politización–y en concreto del fútbol con su pérdida de identidad no nació como sitúa Owen Jones en Inglaterra en el thatcherismo sino que viene de más atrás, en concreto desde que la dictadura fascista de Mussolini se aprovechó de la victoria de Italia en el Mundial de 1938 disputado en Francia para vender las bondades de su régimen. Franco con la Eurocopa de 1960 y Videla en Argentina con el Mundial de 1978 harían otro tanto.
Dado que en la actualidad no participamos en torneos de justas o en duelos a espada o con pistola para resolver las afrentas, el ser humano ha volcado toda su imaginación, su felicidad y frustración en unos millonarios de pantalón corto llamados futbolistas. Ahora, éstos son los nuevos héroes. Llevan sobre sus hombros las esperanzas e ilusiones de una ciudad y de un país. Y, por tanto, no solo se les exige un rendimiento acorde a su talento y a sus características, sino también, en el caso de las selecciones nacionales, un amor y un sentimiento hacia su país. Ni a médicos, jueces, políticos, periodistas, profesores, arquitectos, veterinarios o empresarios se les exige que sientan sus colores a los futbolistas de la selección. Y Piqué, a pesar de que su rendimiento deportivo está fuera de toda duda, no ha manifestado ese ardor guerrero e irracional por la enseña nacional ha sido señalado, pitado e insultado en distintas ciudades, antes, durante y después de los partidos.
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A decir verdad, donde ha mostrado Piqué ese ardor guerrero ha sido en algunas ruedas de prensa y sobre todo en las redes sociales, un lugar bipolar que oscila entre la información y el estercolero. Ha opinado sobre todos los temas, se ha manifestado antimadridista, ha menospreciado a un compañero de selección “Arbeloa y su cono-cido” y se posicionó a favor de un referéndum en Cataluña pero no a una independencia. Otros deportistas, como Marc Gasol también reflexionaron de la misma manera. Manel Estiarte (jugador de la selección española de waterpolo desde 1977 hasta el 2000; 6 veces olímpico y abanderado español en los Juegos Olímpicos de Sydney 2000) tuvo que soportar insultos en un estado por apoyar una plataforma a favor del deporte catalán. Pero la idea latente era que, a pesar de haber jugador más de quinientos partidos con la selección española de waterpolo, Estiarte era antiespañol. Y punto. Su exitoso pasado no importaba.
Teniendo las condiciones para un perfecto incendio mediático –nacionalismo español y catalán enfrentado, partido de la selección y la afición más calmada con los insultos a Piqué-, hacía falta una chispa inútil y falsa para que se propagase. Y este vino porque un “cráneo privilegiado” advirtió en Twitter que las bocamangas de la camiseta de Piqué no portaban la bandera española. En primer lugar, según el diseño de dicha prenda, los colores son rojo y amarillo; no rojo-amarillo-rojo. En segundo lugar, se podía apreciar que llevaba la camiseta con las mangas cortadas y debajo una camiseta térmica. Las mangas en su versión larga no portan ninguna bandera ni color. Son blancas. Pero a partir de ese momento la bola de inmundicia se fue extendiendo por las redes sociales llegando al extremo de que periódicos y medios de comunicación se hicieron eco lo ocurrido. Lo esperpéntico llegó cuando al finalizar el partido la Federación Española de Fútbol tuvo que emitir un comunicado aclarando lo ocurrido y un periodista mostró las mangas cortadas.
Al poco rato apareció el propio Piqué con todo el ruido mediático resonando desde Albania para decir que se retiraría de la selección tras el Mundial de Rusia de 2018 porque había perdido la motivación. Pero de fondo latía un hastío por todo revuelo generalizado y ser la diana de aquellos que reparten carnets de españolidad entre los futbolistas. Lejos de buscar sosiego y reflexión, los medios de comunicación han ido añadiendo más leña al fuego mediante encuestas sobre si Piqué debía ir con la selección, si debía jugar o incluso se invitaba a la gente a responder si iba a pitarle o no durante el partido. Incluso con el paso de los días, y cuando parecía que el asunto ya había quedado en un segundo plano, llegó la solemne fecha del 12 de octubre. Aprovechando el desfile militar, avezados reporteros de investigación preguntaron a soldados sobre la renuncia de Piqué. Las respuestas –que convergían en una lógica aplastante: si no se sentía español y no manifestaba su orgullo no debía ir, eran manifestadas entre gritos de ¡Viva España y viva la selección! o ¡Viva la Legión!
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Una semana después de esto, el propio jugador ha reafirmado su decisión, haciendo ver que no fue la prensa –con mención a Eduardo Inda como “marioneta de Florentino Pérez”- ni políticos. Pero en el subsuelo del fútbol late (gracias a la utilización de políticos y medios de comunicación) la inmundicia política y del periodismo español que han convertido el problema de los nacionalismos en un “y tú más” cavando profundas trincheras viscerales. Ellos han intentado combatir al nacionalismo catalán con más nacionalismo español y todo aquel que apueste por un apaciguamiento es considerado como un traidor a la patria. Desde luego el problema tiene muy difícil solución puesto que las posturas están muy lejanas a entenderse y una de las armas para luchar contra los nacionalismos como es la cultura está perdida en un cajón, así como atributos como una altura de miras política y social, que parece haberse diluido en nuestros días. Por ello, el fútbol cumple su papel de sujeto político y de vía de escape para frustraciones y reivindicaciones políticas. Y el nacionalismo, tan atrayente como execrable porque es aglutinador y excluyente al mismo tiempo siempre se cobra víctimas. Y Piqué, un usuario muy activo de las redes sociales ha finalizado su carrera en la selección española de una forma muy paradójica. Achicharrado por esos incendios de las redes sociales.

Etiquetas: catalán, España, español, fútbol, nacionalismo, Piqué, política.