En el momento en el que escribo este post, se cumplen 100 años del Armisticio de Compiègne, la firma entre representantes del Imperio Alemán y de Francia que supuso el cese definitivo de los combates de la Primera Guerra Mundial. En concreto, en la madrugada del 10 al 11 de noviembre, -a las 5 de la mañana- se estableció que el final de los enfrentamientos fuera a partir de las 11:00 horas. Aunque, como siempre pasa en la Historia y en la vida, este hecho estuvo cargado de mala suerte para un anónimo soldado estadounidense. Deseoso de demostrar su valía en el frente, Henry Gunther cargó su bayoneta en contra de las órdenes de su sargento y se lanzó a la carga de una posición de ametralladora alemana. A pesar de los avisos de los soldados germanos, realizó un par de disparos. En cuanto estuvo al alcance de la ametralladora fue inmediatamente abatido. Falleció en un pueblucho francés de mala muerte, en Chaumont-devant-Damvillers, cerca del río Mosa. Eran las 10:59 de la mañana. Faltaba un minuto para que el armisticio entrara en vigor.
Se ha escrito muchísimo sobre la Primera Guerra Mundial, sobre todo cuando se cumplen fechas conmemorativas y desde diversas visiones, pero la mayoría de los distintos trabajos apuntan tres ideas principales: la ceguera de los dirigentes (emperadores, políticos, diplomáticos) en azuzar un conflicto bélico que creían que podrían controlar y dirigir apelando a las emociones y al nacionalismo exacerbado, pero que se les escapó de las manos ya que históricos imperios se derrumbaron en apenas cuatro años. La segunda idea gira en torno a que la guerra no tuvo nada que ver con enfrentamientos anteriores, por el uso de una tecnología más efectiva y mortífera, que rompía los esquemas clásicos de los planes militares. Y la tercera, la reflexión más extendida a la que llegan casi todas las conclusiones, es el absurdo de algunas batallas a pequeña escala, pero en conjunto fue una guerra inútil porque el coste de vidas fue altísimo en comparación con los objetivos conseguidos. Un dato para tener en cuenta: en las seis horas que transcurrieron entre la firma del armisticio y su entrada en vigor murieron 11.000 soldados.
Personalmente, siempre he tenido predilección por la Primera Guerra Mundial. Incluso la considero como el inicio de una nueva etapa histórica. En comparación, el mundo era más parecido en 1912 a los años finales del siglo XIX que lo sería en 1918. Por ejemplo, si se observa la fotografía superior (tomada en 1910) se ve a varios monarcas y emperadores europeos: el zar Fernando de Bulgaria y el káiser Guillermo II -de pie, segundo y cuarto por la izquierda- acabaron kaputt en 1918 tras enfrentarse a Inglaterra y Bélgica, regidas por Jorge V (sentado en el centro) y Alberto I (de pie, el primero de la derecha). Además, sin este episodio bélico no se puede entender el surgimiento de la Revolución rusa, del fascismo o del nazismo. Incluso de un nuevo capitalismo y de nuevas formas de organización territorial.
De todas formas, el lugar de la firma del armisticio es muy austero, -una explanada elíptica con unos raíles y una placa conmemorativa donde estaba el tren original junto a una estatua del mariscal Foch-. Existe un pequeño museo que conserva una réplica del tren original, unos cuantos mapas e indumentaria de soldados franceses y alemanes y un tanque Renault. Aun así, la carga simbólica es enorme ya que fue el lugar donde se dio el primer paso hacia una paz definitiva, pero también supuso el inicio de nuevos movimientos y revoluciones políticas y sociales: de aquí parte el sentimiento antisemita en Alemania, el fascismo en Italia o el establecimiento de Estados Unidos como primera potencia mundial.
Cien años después, Europa es un continente estable en cuanto a conflictos bélicos (con la excepción de Ucrania), pero el sentimiento nacionalista está en auge. Un nacionalismo en contra del fenómeno de la inmigración y en contra también de la Unión Europea. No se adivina un futuro muy bueno (el Brexit inglés, el apogeo de populismos de extrema derecha en la mayor parte de países europeos, la marcha de Merkel que puede quebrar el fundamental eje francoalemán), hace que Europa, -que se desangró hace 100 años y que engendró una débil institución para mantener la paz, como fue la Sociedad de Naciones-, sea un continente cada vez más débil, una especie de choped barato entre EE. UU., Rusia y China.
Cierto es que se ha avanzado enormemente, se han consolidado democracias y la sociedad civil está por encima de cualquier estamento, pero el resurgimiento de dichos nacionalismos, bien por rechazo a otros o por sentimiento de agresión y victimismo, dibuja una peligrosa situación en la que las opiniones mesuradas y reflexivas son denostadas.