Desde hace más de un año, el debate nacional gira, sobre todo, en torno a un tema: Cataluña. Así, en todo su significado, como un ente indivisible en el que no caben distintas cuestiones, es el “problema catalán”. Y esto, cómo no podría ser de otra manera, se traduce en la sociedad española. Así el debate se traslada a los ciudadanos y los defendemos o los odiamos o compramos fuet Tarradellas o no, que hay que hacer boicot a los productos catalanes para hundirles la economía, como si el empresario catalán cuando gane menos se fuera a replantear su ideología política en vez de despedir trabajadores. En Cataluña el debate es el mismo pero en el otro punto de vista. Cómo aragonesa que vive en Barcelona, en el “meollo”, me preguntan habitualmente como están las cosas aquí y qué percepción tengo. Sin querer ser reduccionista, sólo puedo decir que cuesta saber cómo están las cosas en realidad pero que lo que es seguro, es que estamos hartos, exhaustos y casi aburridos del tema.
Llegué a Barcelona, hace casi un año y medio, en puertas de del referéndum vinculante, que luego fue no vinculante y luego consulta no vinculante que no referéndum, porque eso es anticonstitucional y la constitución hay que cumplirla (cuando nos interesa, claro está, si no, la podemos cambiar o pasárnosla por el arco del triunfo). En ese momento, todo eran banderas en los balcones, unas y otras, publicidad a la salida del metro, en la tele y en los periódicos. No se hablaba de otra cosa.
Era habitual oír “Madrid nos roba” (Así también como ente, Madrid representa a toda España y se ve que nadan en dinero), “Acabaremos con los tanques entrando en la Diagonal” (Defensa se va a dejar el presupuesto en peajes) y “Miedo me da como va a acabar esto”. Llegó el referéndum/consulta de marras y no encuentro mejor manera de definir el resultado que lo que posteó en Twitter Jordi Evolé al día siguiente: La vida sigue igual. Pues mira si, tanto lío y la vida seguía igual.
Algunas banderas fueron ya desapareciendo de los balcones y entonces empezó algo mucho más sutil pero que ha provocado la gran tensión en la que vivimos actualmente. Los políticos empezaron a medirse, a ver quién podía más y era más popular, quien la tenía más grande o la tiraba más gorda. Todo menos tener, unos y otros, una postura dialogante y una mente abierta. Oiga, que esto no es Escocia y Reino Unido, anda que vamos a preguntarle a los ciudadanos qué quieren hacer. Tengan razones justificadas o no, todo el mundo es libre de defender su postura y expresar su opinión.
Y aquí empezó el problema. Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe. Y ahora cuando te preguntan de dónde eres o hablas catalán, ya hay malas miradas y viceversa. Ya no se habla del tema y casi no hay banderas en los balcones. Quién aboga por la descentralización ya no debate, acumula tensión y quien quiere la “unidad” de España, acumula ira. Y la mayoría, vivimos esperando. Por primera vez, cuando preguntas qué piensan que va a pasar, te responden con un “no sé…ya veremos”. Ya no se habla con tono despreocupado. Mal vamos.
Parece que no existen las medias tintas, que todo tiene que ser blanco o negro, en una y otra postura. Estas con ellos o contra ellos. Pero ya no se habla de corrupción, ni de las tarjetas black, ni del juicio a los Pujol…solo se habla del proceso o no de descentralización. Bonita cortina de humo.
Hobsbawm dijo que la Guerra Fría desquició a varias generaciones y esta situación no sé si a varias generaciones, pero a los que estamos ahora, desde luego.
IRENE ADLER
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