Autor: Oscar Cervera
Basado en los personajes de J.K. Rowling
El atardecer caía sobre un señorial caserón en el Valle de Godric. Los rayos de sol, los más cegadores del día, se filtraban por el cristal de una ventana formada por multitud de rombos. La luz inundaba un salón con sábanas cubriendo cuadros, armarios y sillones. Sólo una larga mesa y unas cuantas sillas quedaban al descubierto. Alrededor del tablero se sentaban siete personas. Tres mujeres y cuatro hombres. Se hallaban colocadas alternativamente, sin premeditación, fruto de la casualidad del orden en el que habían ido llegando. Aún quedaba una silla libre, en la cabecera de la mesa. El silencio en la sala hacía que la tensión fuese en aumento.
— ¡Ya que nos cita en su casa, podría tener la decencia de llegar puntual! —estalló uno de los hombres, rubio y de complexión recia.
— No seas insolente, Alastor —le increpó una de las mujeres mientras agarraba su bolso con fuerza—, sabes perfectamente que él hace años que no vive aquí. Además, estás en presencia de la ministra. ¡Comportate!
La ministra, mujer elegantemente vestida, hizo un gesto para quitarle importancia. Alastor bajó la cabeza avergonzado y balbuceó lo que pareció una disculpa.
— ¡Por todos los druidas! —se carcajeó otro de los hombres, maduro y con un estrambótico sombrero—. En todos los años que te conozco, Alastor Moody, jamás te he visto así de arrinconado.
— Y tú no te rías tanto y quítate ese gorro picudo, Elphias. Es de mala educación que lo lleves sentado a la mesa —volvió a increpar la misma mujer. Verdaderamente, Augusta Longbottom no se frenaba a la hora de enfrentarse a aurores, juristas o mortífagos.
Esta vez el que rió, aunque discretamente, fue otro de los individuos sentados a la mesa. Tenía más pinta de medio-gigante que de hombre. Lampiño y con cara aniñada, no paraba de mirar el gato medio-kneazle que tenía en el regazo y acariciaba la buena de la señora Figg.
— ¿Te gustan los kneazle, Hagrid? —preguntó la mujer con una sonrisa bonachona sin dejar de acariciar al felino.
— Oh, sí, me encantan todos los animales y bestias fantásticas, señora. Esas orejas y cola de león en su gato son geniales.
— Los crío yo misma, ¿sabes?
— Uno de esos puede venderse por hasta quinientos galeones de oro en el callejón Knockturn —intervino interesadamente el último hombre que todavía no había hablado. Joven, con americana chillona y camisa degrandes solapas, tenía una tez sudorosa aunque llevaban un buen rato sentados.
— Oh, no, no —respondió horrorizada la señora Figg—. Estos animales tienen que seguir unos minuciosos trámites de venta autorizada. Un gato con demasiada sangre kneazle podría ser peligroso.
— Me temo que el bueno de Mundungus no sería capaz de entenderte ni en un millón de años, Arabella —El que hablaba era el propio Dumbledore, que se había plantado en el dintel de la puerta, sin que nadie lo advirtiese, dejando a todos sorprendidos. Su alta figura de larga barba cana, se adueñó de la habitación—. Él tiene una filosofía más… materialista.
Dumbledore se acercó hasta la ministra y se inclinó para besarle la mano.
— Gracias por venir, ministra. Sé que está muy ocupada.
— Sólo me quedaré un momento —respondió la ministra de magia, Eugenia Jenkins—. Creo que esto es importante y requiere mi presencia.
— Bien, comencemos —dijo Dumbledore sentándose en la silla libre a la cabecera de la mesa—. Os he reunido a todos aquí porque creo que ha llegado el momento de intervenir. Los sucesos de los últimos meses se han vuelto intolerables: muggles enloquecidos, magos asesinados, artes oscuras a plena luz del día… Y, por último, el ataque al Ministerio de Magia —sentenció mirando a la ministra mientras ésta cabeceaba—. Tom ha ido demasiado lejos y hay que pararle.
— Bien dicho, director —aplaudió Augusta Longbottom—. Ese Voldemort y su pandilla de seguidores tienen que pudrirse en Azkaban.
— Por ello —continuó Dumbledore—, os he convocado para formar una alianza. Un grupo de acción, mejor dicho, que encuentre y detenga a Riddle y a sus mortífagos. Contamos con el apoyo del Ministerio de Magia —indicó con una mano a la ministra, que asentía—. Alastor, tú reclutarás, para la Orden, a un buen número de aurores que sean de confianza.
— ¿La Orden? —preguntó Moody con un gesto extraño en la cara.
— Sí. La Orden del Fénix. Así nos llamaremos —aclaró Dumbledore—. Mundungus, tú nos informarás de todo lo que escuches en los bajos fondos. Cualquier movimiento extraño que detectes.
El esperpéntico personaje fue a quejarse, pero Dumbledore le interrumpió.
— No quiero quejas. Ya sabes que te salvé de una buena aquella vez. Ahora te toca devolvérmela. Arabella —continuó inmediatamente sin dar oportunidad a Mundungus de replicar—, tú serás nuestro enlace con el mundo muggle. Si ves u oyes algo raro, ya sea en las noticias o en tu grupo de costura, nos lo dirás —la señora Figg asintió y siguió acariciando a su gato—. Elphias, tú trabajarás desde tu puesto de asistente en el Wizengamot para que los recursos jurídicos estén al día de las operaciones llevadas a cabo por la Orden.
— Claro, Albus —asumió Elphias Doge.
— Hagrid —al medio-gigante se le iluminó la cara—, necesitaremos que contactes con tus parientes y les sondees para que intervengan a nuestro favor en la guerra que está por librarse.
— Desde luego, profesor. Cuente conmigo.
— Y, por último, Augusta… —empezó Dumbledore.
— No. Lo siento pero no, director —interrumpió la señora Longbottom—. Estoy de acuerdo con todo lo que se ha dicho y odio como la que más a ese tipejo que, por lo visto, ahora no se le puede nombrar. Pero soy una madre de familia. Mi querido esposo Neville no sabe freírse un huevo él solo, y mi pequeño Frank, al que tienes en Hogwarts, no sé qué sería de él si me pasase algo. Lo siento, pero es demasiado arriesgado.
— Lo sé, Augusta —terció condescendiente Dumbledore—, por eso tengo pensado algo diferente para ti. No pertenecerás a la Orden. Sólo estarás alerta, como Presidenta de la Asociación de Padres de Alumnos, por si la cosa se pone fea y hay que evacuar Hogwarts e informar a las familias. Serás… una aliada de la Orden, digámoslo así.
Augusta se retorció en su asiento.
— Mmmm… De acuerdo, director —aceptó finalmente—, si el mundo se viene abajo y los mortífagos toman el control, esos malnacidos se las verán conmigo.
— Bien, los roles están claros —dijo Dumbledore poniéndose de pie—. Si existe una urgencia, os mandaré mi patronus, un fénix, para avisaros. Hasta entonces, a trabajar por la Orden. ¡A trabajar por el Mundo Mágico!
Fue poner un pie en la calle, al salir de la mansión, y sentir Alastor cómo se le erizaba el vello de la nuca. Algo iba mal.
— ¡Alerta máxima! —gritó sacando su varita.
Dos rayos pasaron rozándole, uno a cada lado, hasta impactar en los dos aurores que estaban junto a la puerta esperando a la ministra. Éstos cayeron fulminados. Al levantar la vista, Moody vio a Rodolphus y Bellatrix Lestrange con las varitas en alto. Un instante después, empezaron a aparecerse más mortífagos junto al matrimonio. El experto auror se preparó para contraatacar, pero una voz le frenó.
— ¡Alastor, proteje a la Ministra y a Arabella! —el grave tono de Dumbledore era difícil de desobedecer.
Inmediatamente, Moody planteó un hechizo defensivo y se puso delante de las dos mujeres. La señora Longbottom y Elphias Dodge también habían sacado sus varitas y lanzaban conjuros de ataque contra los mortífagos, pero los superaban en número. La risa estridente de Bellatrix era lo único que se escuchaba. Ni siquiera cesó cuando una bola de fuego, enviada desde el paraguas de Hagrid, casi le acertó.
El pequeño grupo de magos estaba en apuros. La señora Figg era una squib; a la ministra Jenkins, por seguridad, no le dejaban intervenir y permanecía parapetada tras el grueso cuerpo de Moody; Hagrid y la señora Longbottomeran eran inexpertos y Dodge… bueno, siempre se le había dado mejor la teoría que la práctica. En lo referente a Mundungus, se había desaparecido en cuando había visto problemas. Dumbledore avanzó con tranquilidad hasta el espacio intermedio que los separaba con los mortífagos. Ningún rayo le impactó. Parecía que cualquier hechizo le repelía. Levantó en alto el brazo de la varita y, describiendo un amplio círculo, gritó.
— ¡Incendio!
Un aro de fuego se materializó, dejando a los miembros de la orden dentro y a los mortífagos fuera.
— Rápido. Desapareceos —apremió Dumbledore.
Uno a uno, cada mago fue volatilizándose. Augusta cogió de la mano a Arabella y se desapareció con ella. Cuando sólo faltaba Dumbledore, que aún mantenía el anillo de fuego, se desintegró dejando una nube de polvo que en la que se distinguió durante unos segundos su silueta.
El caserón había quedado destrozado. En parte por los rayos lanzados por los mortífagos y en parte fruto de las llamas del encantamiento de su propio dueño. Pero lo que le preocupaba a Dumbledore era cómo se habían enterado de la reunión. Pondría la mano en el fuego por cada uno de los que estaban allí. Incluso por la sabandija de Mundungus. La única explicación era el Ministerio. Había un topo en la mismísima oficina de la ministra Jenkins.
La Orden del Fénix acababa de fundarse y ya habían tenido la primera de las escaramuzas. Y Dumbledore sabía que aún quedaban muchas más por librarse. Demasiadas.
Imperator Caesar Cerverius